Aprovechando la reedición que el año pasado hizo Panini del mítico final del Capitán Marvel (añadiéndole material anterior), me veo en la obligación como freak comiquero que soy de recordar una de las historias más grandes jamás narradas en el mundo de los superhéroes. Una historia que cambió nuestra manera de ver el género.
Los dioses no pueden morir. No deben. Esta creencia es un pilar básico al que se aferran los dueños de las editoriales por evidentes razones económicas, y los lectores ávidos de seguir hasta el infinito las andanzas de los diferentes personajes que conforman ese Panteón moderno que es el universo superheroico. Dos acercamientos que se retroalimentan y que dan como resultado una fe ciega en la invulnerabilidad de nuestros héroes de mallas multicolores. Uno sabe que por mucho que golpeen, corten o desmembren a Lobezno, su factor curativo se hará cargo de ello. Nadie temió por las hemiplejias de Batman o Iron Man: volverían a andar. Del mismo modo, tan sólo los más crédulos creyeron en la defunción definitiva de Superman a manos de Doomsday, pues era evidente que DC no iba a dejar marchar a la marca más rentable de la compañía. En todo caso la muerte es utilizada como lavado de cara y refresco para personajes agotados tras décadas en primera plana, por no hablar de lo rentables y populares que son sus «finales». En el maravilloso (por irreal y utópico) mundo de la fantasía, el bien siempre derrota al mal, y aunque nuestros ídolos puedan quedar más o menos maltrechos, siempre salen victoriosos de cualquier contienda en la que se enfrasquen, por imposible que parezca.
Hasta que llegó Jim Starlin y mató al Capitán Marvel, bendito y maldito sea por ello. Anticipando la explosión de las Novelas Gráficas (fue la primera historia editada en ese formato por Marvel) y la revolución oscura a cargo de la genial generación de escritores británicos (Frank Miller, Alan Moore, Neil Gaiman...), Starlin nos sacudió un bofetón en plena cara atreviéndose a introducir un elemento vetado hasta entonces en el cómic superheroico: humanidad. A partir de entonces, y con la ayuda de obras como Daredevil: Born Again, El Regreso del Caballero Oscuro o Watchmen, nunca volvimos a ver a los superhéroes con los mismos ojos. Y todo vino de la mano del autor del que a priori nadie se lo esperaría y de un personaje que distaba mucho de contar con el apoyo masivo de los lectores. Porque Jim Starlin, que por aquel entonces ya llevaba 10 años en Marvel Comics, si en algo destacaba (además de por su dibujo eficiente) era en su habilidad para tejer espectaculares space-operas y grandes sagas cósmicas (como demostraría posteriormente en la magnífica El Guantalete del Infinito y Dreadstar), un tipo de género en el que la definición de los personajes queda en un segundo plano frente a la grandeza de los decorados y aventuras que los rodean. Respecto al Capitán Marvel, creado en 1967 por el genio de Stan Lee y Gene Colan, distaba mucho de ser uno de los superhéroes favoritos del público, a pesar de haberse batido el cobre junto a Los Vengadores o Los 4 Fantásticos (grandes referentes por aquel entonces de la Casa de las Ideas).

Al terminar tan sólo quedan las caras compungidas de sus compañeros de aventuras, fiel reflejo de la de los miles de lectores que recordaremos con reverencial respeto la marcha de uno de los más grandes. Porque el final del Capitán Marvel demostró que la Muerte es irremediable y necesaria, como único medio para valorar lo que hicimos con nuestras vidas. Una de las grandes obras maestras del cómic, así de simple.