Alejado de la psicodelia imperante en 1968, tanto estética como musicalmente, Ray Davies como amo y señor de los Kinks publica aquel año su mejor colección de canciones (afirmación discutible cuando llevaban años en racha, lo sé)

Una serie de historias costumbristas en un imaginario pueblo donde se juntan recuerdos por los que se pasean el Conde Drácula, el pato Donald, gatos misteriosos, vírgenes y fotografías, melancolía y también la mala ostia y acidez habitual en Davies.

Capas de guitarras acústicas y electricidad, arreglos de cuerda y viento, acordeones, mellotron… todo vale y todo se junta en unos arreglos majestuosos y las mejores melodías que parieron para una obra cumbre del Pop y el Rock que mira de tú a tú a cualquiera. Y cualquiera incluye a los cuatro de Liverpool, a Pete Townshend o a Arthur Lee.

Ignorado cuando se publicó, el tiempo le ha dado la razón aun sin tener ningún single de éxito. No hay más que escuchar Starstruck para reconocer la influencia en el primer Bowie, o el inicio de Big Sky para pensar en el Dust de Screaming Trees.

Uno de esos discos que no se pueden mejorar y del que yo nunca me canso. ¡Imposible hacerlo con la maravillosa canción titular o con el subidón blues rock de Last of the steam-powered trains!