Crónica por Manuel L. Sacristán.

Fotos: Katarina Benzova

Guns N’ Roses – Not In This Lifetime Tour.
AT&T Park, San Francisco –  9 de agosto de 2016.


A veces dejar pasar un tiempo ayuda a ganar perspectiva sobre lo que se ha presenciado en un espectáculo de rock en vivo. Especialmente, si el show tiene lugar en un estadio. Era la primera vez que viajaba a Estados Unidos, y por tanto la primera vez que veía un concierto de rock en un estadio de béisbol. Y no, no es un club. No es un recinto cerrado con sudor a propulsión y electricidad desbordante en el que, si quieres dar la verdadera medida de lo vivido, tienes que vomitarlo todo cuanto antes mejor. Duro, sucio y rápido, como aquellas vomitonas de antes de seguir bebiendo. El “no future” de antes es un concierto de rock en un club. Aunque el punk esté muerto. Y el rock también. O al menos, el rock que tú y yo conocimos, forajido.

920x920Olvida por un instante que he escrito varios artículos sobre Guns N’ Roses en esta web, y piensa en un tío cabal, como decían Los Enemigos. ¿Qué haría un tío cabal que se hace un vuelo de varias horas para ir a ver (entre otras muchas cosas) a su banda favorita de todos los tiempos tocar en su terreno? Decir-la-puta-verdad.

Mi problema es que no puedo decir la verdad sin matices, sin tapujos, por una razón casi surrealista, que básicamente se puede resumir en que no vi a Guns N’ Roses en el Vicente Calderón en la gira post-aluminosis de 1993, y por eso tengo que ver a Guns N’ Roses cada vez que tengo ocasión. Como corolario, debo admitir que suelo tener bastante mala suerte en mis encuentros con ellos: en 2006, en el retorno a Madrid al Auditorio Juan Carlos I, fue la noche de las dos horas de retraso, el fin de la bebida, las sillas voladoras, las miles de personas coreando “hijo de puta”, bastantes de aquellos que no tenían ni idea de que allí no estaba Slash, el promotor que salió y entendió que estuviésemos “mosqueteros” y finalmente Axl con perilla y trenzas y un concierto descafeinado y polémico. La segunda vez fue en Reading 2010, en un festival (pésimo entorno para según qué experiencias musicales), después de ver a Josh Homme alabar a Axl (¿), el día que el alcalde de la localidad decidió tener cojones por primera vez en su vida y cortarle la electricidad a Rose, POR LLEGAR TARDE. La tercera fue en Madrid, en la plaza de Vista Alegre, ese mismo año. Esa fue la buena. El sonido fue pésimo pero el concierto de Axl y sus mini freaks (los freaks de verdad eran los de Rio 2001, con Robin Finck y Buckethead) estuvo genial. Sonaron convincentes e impulsivos, pero en aquel show había muchos parones y Axl, aunque contento, seguía haciendo lo que le daba la gana, sin tomarse demasiado en serio su propia aventura con aquellos “repuestos”, una vez constatado el fracaso de Chinese Democracy. Y en esto que llega la reunión. Sobre ella había escrito algo en estas mismas páginas, si no recuerdo mal. Me da miedo recuperar esas líneas. Porque ya os digo que estaban equivocadas.

1024x1024 (4)Me dice mi hermano Izkander Fernández Romero, corresponsal en Seattle además de compañero de andanzas en San Francisco, que no es lo mismo un concierto un viernes que un martes, y no es lo mismo Seattle que San Francisco. Yo iba a ver la gira de reunión de Axl, Slash y Duff McKagan con ganas de quitarme un peso de encima, de poner una muesca definitiva en mi cinturón, de contar las bajas, de salir de allí secuestrado emocionalmente por la música y la actitud de una banda que, por decirlo lisa y llanamente, me cambió la vida.

Y tras esta introducción rebosante de pesimismo y amenazas, debo volver a la frase con la que empezaba el artículo. A veces dejar pasar un tiempo ayuda a ganar perspectiva sobre lo que se ha presenciado en un espectáculo de rock en vivo. Porque yo salí del AT&T Park desesperanzado, cansado y confuso, tras haber vivido una tarde/noche de rock de claroscuros, intensa y emotiva, pero al mismo tiempo fría y lejana.

Habíamos llegado un poco tarde. Estábamos pasando el maldito arco de seguridad previo a la entrada al recinto cuando empezaron a sonar los primeros compases de “It’s so easy”, y nos perdimos “Mr. Brownstone” también. Tras hacer una inmensa cola durante casi una hora, y ser objeto de la comprobación de que no pensábamos protagonizar un nuevo Columbine, pudimos entrar y hacernos con nuestros sitios a una velocidad considerable. No me dio tiempo a mucho mientras sonaba “Chinese Democracy”, poderosa y rotunda. Un estadio de béisbol es triangular. Era de día. Teníamos entradas decentes pero la banda estaba lejos. Muchas luces verdes. Axl Rose se movía. Duff estaba parado. La guitarra de Slash era verde. Era todo muy raro. Lo veía todo verde.

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Una vez aposentados, tuvimos los primeros momentos de emoción desbordante. “Estranged” es una canción definitiva. La hicieron sonar delicada y convincente, con Axl en un buen estado vocal. “Double Talkin’ Jive” se hace un poco pesada, pero nunca disfruté más de “Live and let die” en vivo. La gente parece adorarla, y aunque los fans irredentos hemos terminado hastiados de ella, en San Francisco iba oliendo a victoria gracias en parte a esa tremebunda versión del clásico de Paul McCartney.

También olía a marihuana. Era la tercera vez que identificaba el olor en el país. Unos días antes, había notado su presencia al pasar con el coche por una casa de color verde militar en la zona de Venice, en Los Ángeles. Ah, Los Ángeles… dicen los que estuvieron en el 89 que aquel Sunset Strip era un desfile de tirados y viandantes con aspecto de putones. El Sunset Strip de 2016 no huele a hard rock, pero es una delicia de zona. Sunset Blvd., Vine, Fountain y Fairfax y el bulevar de Santa Mónica son calles para conducir, caminar, mirar a ambos lados, pararse, pegarse al asfalto, fotografiar y clavar en tu memoria para siempre. El cementerio de Hollywood Forever, con Johnny Ramone a la cabeza, y el Troubador al dejar Beverly Hills a un lado. Ha sido una estancia marciana, de una belleza aturdidora, veloz y concreta, para volver. Lo mejor que puedes decir de un sitio cuando lo dejas es que vas a volver. Y sí, el camino por la carretera del pacífico, por la costa, hasta San Francisco, es una de las mayores delicias visuales que he conocido. Espero, como decía Tom Petty, que las montañas no se hundan en el mar. Cuánta belleza.

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No era conducir por las doscientas millas de la zona de Big Sur aquel estadio de béisbol, no. Y el verde de la marihuana que fumaba en su pipa el chico de delante no era el verde de los parques estatales que en esos días se encontraban cerrados, a causa de incendios salvajes que estaban afectando a la zona. Después de transitar por el Big Sur, sólo “Estranged” estuvo a la altura. Otro momento esperado era “Coma”. La tocaron sólida, perfecta, y Axl no tuvo problema en afrontar el Mortirolo vocal de los últimos minutos. Lo hizo como se le ve: bien entrenado, feliz de estar involucrado en esta historia.

Esta historia que huele a reunión convencional. No diré a dinero, por no simplificar innecesariamente. Huele a reunión. La interacción entre miembros del grupo se resume en momentos puntuales entre Slash y el guitarrista Richard Fortus, y entre Duff y el batería, quien por cierto se acelera en cada break. Creo que una reunión de esta envergadura se hubiese beneficiado de un batería mejor. No diré ya de un viejo compañero de armas recientísimamente desenganchado de una adicción de tres décadas; no diré de otro viejo compadre de andanzas con la pegada de un robot estepario. Pero sí de un batería más solvente, con una pegada más definida y mayor control de tempo y accesorios.

Estos Guns N’ Roses de estadio son una máquina bien engrasada, que empalma las canciones sin respiro durante dos horas y media, tocando 25 canciones (6 versiones) en lo que cualquiera con un mínimo de sentido común diría que es un espectáculo jodidamente asombroso. Pero yo soy un nostálgico torpe, un sentimental sin escrúpulos, y un romántico azorado por los recuerdos de la vieja escuela. La de los discursos a voces sobre cualquier tema que se le cruzara a Rose esa tarde; la de la rabia en cada riff, la de las figuras tambaleándose por la droga o el alcohol. Soy un estúpido que quiere oír más canciones de los Use Your Illusion y menos versiones; un cretino (un fan) que espera algo más de Axl hacia el público que un simple “¡San Franciso!”, ante el que caer rendido.

Sí, bailamos y coreamos como poseídos cada canción del Appetite for destruction, especialmente “Out ta get me” y “Nightrain” (ambas sonaron fantásticas, da gusto escuchar a Slash poner sus manos sobre su propio legado). “Estranged” fue deliciosa, y “Coma” vibrante. El sonido era plano y sin mucho brillo, y apenas se les distinguía como hormigas en una colina, aunque las pantallas grandes hacen un buen trabajo de apoyo al que no quiere perder ripio. Las luces, los fuegos artificiales, el confeti, Axl, Duff y Slash, puntualidad (¿qué coño es eso? ¿No existe el término medio razonable con este perturbado?), 25 canciones de corrido, sin parones, con cambios de vestimenta que no afectan al show, una interpretación absolutamente profesional y rendiciones fabulosas de clásicos inapelables, en un estadio grande, para 40.000 o 50.000 personas, lleno absoluto. ¿Dónde está el problema?

En ninguna parte, de verdad. Si vienen a España, no dudes ni un segundo y vete a verlos. Es un gran, gran espectáculo de rock de estadio.

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El problema soy yo, es el rock de estadio, los precios de la bebida, el sonido poco prístino y opaco de los estadios; el problema es que el rock no nació para tocarse en un estadio, y que mi única relación con la puntualidad es que me gusta llegar cinco minutos antes a las citas, porque llegar tarde me parece una falta de respeto. Pero es que esto no es una cita para ir al médico o una cita con la novia, o una reunión de ejecutivos o parlamentarios, o llegar antes de las ocho porque te va a cerrar el taller. Esto es rock. No hace falta llegar a la hora. Mi problema es que las reuniones de este siglo huelen a oportunismo chamuscado, a naftalina de los años del figurilla gris, saben a alubias de bote, y tienen un color especial. Ves a The Police, Deep Purple, cualquier compañero de andanzas angelino, The Doors, Queen, Black Sabbath, Led Zeppelin, en fin, grupos que sustituyen a los muertos con sus hijos, sean estos putativos o no, o procedentes de un extraño factor X. Un gran titular, otra reunión de banda legendaria de rock, dinosaurios, estadios, humo, dinero, más titulares, canas, arrugas, la misma guitarra, los dedos más hinchados, la cuenta más vacía, el ego más inflado.

A estos Guns N’ Roses se les ve bien. A Axl desde luego: está feliz y sereno, de vez en cuando canta como los ángeles con su clásico timbre raspado, y de vez en cuando se reserva, como los futbolistas de clase que se hacen mayores. Pero sonríe, pone cara de loco, se gana al público con poco y da bastante. Fue un buen show de W. Axl Rose. Y fue bastante puntual, lo cual es raro en él. Raro, y hasta feo. Slash está, como Axl, bastante entrado en carnes, y toca como dios. También se mete al público en el bolsillo con lo justo: sus riffs, su gusto al tocar, sus solos llenos de fundamento… Lástima que ha decidido aprenderse las canciones de Chinese Democracy y darles “su toque”. El toque de los dos miles, me refiero, no el de 1987 o 1991. Un toque veloz innecesario, de correr por el mástil como si sus dedos fuesen las piernas de Ben Johnson en los Juegos Olímpicos de Seúl’88, sólo que sin la droga. Hay a quien le gusta la lectura que hace. No es mi caso. Se lleva los solos al terreno que ha enseñado estos años con los Conspirators. ¿Es Slash mejor guitarrista ahora que en 1992? Pues no lo creo. Probablemente sepa correr por el mástil, pero sus solos no tienen el mismo fundamento y, aunque su sentimiento está ahí para los temas antiguos, en los más novedosos no le veo tan fiero y claro como antaño. Pero dio un buen concierto Slash en San Francisco. Qué duda cabe.

Por su parte, mi admirado Duff McKagan parecía acatarrado. Es todo lo que puedo decir sobre él. Espero que esté bien, porque no le vi dominando las tablas como esperaba, ni moviéndose de un lado para otro, ni sonriente ni feliz, ni tampoco triste. Ni aturdido, ni tampoco enfadado. Nada. Frío. Gris. Del resto de la banda se puede decir que cumplen, en especial Richard Fortus, que es un guitarrista más que solvente, y la niña elfa que han fichado, que le da un punto agudo bonito a los coros y resulta una figura curiosa, con su pelo azulado, en un escenario que quizá se quede algo grande.

Es un gran espectáculo de rock de estadio, como he dicho antes. Y la gira de Guns N’ Roses está vendiendo bien, y es un auténtico placer asistir a estas rendiciones masivas ante el poderío de un legado inolvidable. Más de la mitad de los conciertos de la gira han vendido todas o casi todas las entradas, y a ellos se les ve bien, tocando cada noche sin retrasos, sin jarana, sin revueltas, sin violencia. Preparados, listos, ya, saca la chistera que a mí me da la risa. Un buen negocio, sí señor. Mi problema es que, como ellos, veo verde.

Esto no es rock, señores. No voy a llegar ahora como un imbécil a soltar “el rock está muerto y bla bla bla” porque es evidente que el rock no morirá jamás. O eso decía Chris Robinson en 1999. Y estos son Guns N’ Roses, así que un respeto. No, no se echa de menos a Izzy Stradlin porque Izzy Stradlin no está para esta clase de giras, y Steven Adler sale de vez en cuando a tocar un par de temas, y aunque tiene la mandíbula enyesada, se le ve bien, es un superviviente entrañable. Las canciones suenan bien, ellos están contentos, tengo otra muesca en mi cinturón, y a mí lo que realmente me hubiese gustado es verlos en el Troubador. También me gustaría verles sacar un disco nuevo. Quizás de esa manera dejaría de verlo todo verde.

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Volví de Estados Unidos, sufrí los estragos del jet lag y cada día miro fotos de nuestro viaje a California. Miro a mi mujer y los dos queremos volver a California. Ha sido un viaje especial. Curiosamente, a la vuelta y mientras me pasaba días enteros durmiendo fatal, y repasando mis sentimientos sobre este concierto de Guns N’ Roses (nos volveremos a ver, hijos de puta), otro hermano me contó cómo fue la gira de reunión de los Beasts of Bourbon tras sacar Little Animals. Me decía Cofi (con quien también me iría a Compton a tomar un café, sólo para contarlo) que aquel concierto de Beasts of Bourbon fue “lo contrario” de lo que yo vi en Guns N’ Roses. “Se les veía mal. Un polvorín. No se sabían las razones para juntarse”. Seguro que no era el poquísimo dinero que iban a hacer en la gira. “Pero era mala hostia y autenticidad. Y tensión. Tex Perkins resultaba un absoluto desafío. La primera fila daba miedo, con él apestando a todo. No necesitaban esforzarse porque eran así, no había ficción”. Y terminaba el mensaje diciendo “Menudos fulanos”.

Guns N’ Roses eran unos “fulanos” en el 86. Podrían haber sido como los Beasts of Bourbon angelinos, con esa mezcla de influencias tan contundente. Sex Pistols, AC/DC, Rolling Stones, New York Dolls, Aerosmith. Digo Angelino, porque cualquier grupo australiano, como dice Cofi, suena diferente, haga pop o death metal. Pero podrían haber sido para siempre unos fulanos de club, con el aura de perdedores, tipo David Roach de Junkyard, y vagabundear por el Strip para siempre.

Pero tocaron la tecla. Sonó “click”. Y no pasa nada, está bien así, no se puede cambiar la historia, y en caso de poder hacer viajes temporales, como los mutantes de La Imposible Patrulla X, esta historia no se debería tocar. Ni siquiera la parte en la que vamos (mi familia y un grupo de gente convenientemente apodado “No en esta vida”) a San Francisco a un espectáculo como este. Eso no tiene precio.

Pero mi vida con el rock tiene otros sustratos, se edifica en sensaciones que no se representan en un estadio de béisbol, ni siquiera en un marco que haya visto al legendario Arteche marcar goles con los huevos. Ese no es su elemento, da igual lo que te digan. El rock mainstream fue, que ya no es, una salvación, cuando los estadios empezaron a llenarse de melenudos drogadictos y desequilibrados que hacían música de forajidos para seres emocionalmente confusos. El rock se convirtió en objeto de masas, con festivales, macroeventos, bandas de metal en los primeros puestos de las listas de éxito, y nosotros lo vivimos. Es raro que ahora ya no tenga sentido para nosotros, o al menos para algunos de nosotros.

Supongo que ahora entiendo a Robert Christgau y al personaje ficticio Lester Bangs que encarna Philip Seymour Hofman en “Casi Famosos” de Cameron Crowe (que algo sabe de esto). El rock está muerto, decía Bangs. Y era 1973. No hay ningún disco de rock posterior a 1980 comparable a lo que se hacía antes de 1980, sostiene Christgau. Hemos visto cosas que otros no creerían… ya sabéis. Momentos que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Es hora de volver al club.


Crónica por Manuel L. Sacristán.

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