Llama la atención la cantidad de críticas y comentarios despectivos que se han vertido hoy al hacerse público que le han concedido a Bob Dylan el premio Nobel de literatura. Para muchos es algo incomprensible que un cantante y músico se haga con el galardón, otros se quejan de que no se lo hayan dado a Philip Roth, Murakami, Paul Auster, o vete tú a saber a quién más. Tampoco creo recordar en anteriores años que dichos escritores no lo ganaron que hubiera tanta gente indignada, qué cosas.
A mí ni me parece bien ni mal, es un premio, como pueda serlo un Grammy o un Oscar, que se supone sirve para darle finalmente cierto reconocimiento cultural al rock. Como si a estas alturas hiciera falta. Porque aunque no se sienta nada ante su música, no se puede negar el impacto cultural que ha tenido Dylan en la segunda mitad del siglo pasado. Y aunque siempre se hable de la importancia de sus letras dentro de la cultura popular, que la tiene y mucha, y creo entender que por eso se le premia, sigue siendo un músico que ha reinventado el rock, el folk, y que ha pasado prácticamente por toda la música tradicional americana. Y me parece cojonudo que a su edad, y sin quererlo, aún incomode a cierta gente. Quién lo iba a decir después de tantos años.
Seguramente vaya a recoger el premio, tal vez no, aunque a mí me gustaría que hiciera un corte de mangas como los que hacía Miles Davis con toda su mala hostia cuando recogía un premio frente a un público que no le entendía. O a lo mejor hasta le ha hecho ilusión, que también puede ser y yo me alegraría por ello.
El caso es que pese a la subida a los altares de la intelectualidad de la que siempre ha gozado, me gustaría reivindicar el lado más rock de Dylan con uno de sus discos más olvidados.
Planet Waves no tiene la importancia histórica ni la relevancia de Highway 61 (1965) o Blonde on Blonde (1966), discos que fueron un punto y aparte en el rock, llevándolo a terrenos musicales y líricos a los que nadie había llegado. Tampoco es tan exageradamente bueno como los dolorosos Blood on the tracks (1975) o Time out of mind (1997). Pero es un estupendo disco de rock dylaniano, con The Band como grupo de acompañamiento. Palabras mayores.
Está el himno Forever Young en sus dos versiones, la más calmada y la más acelerada, canciones tan maravillosas como Dirge o Wedding song, y ese rock eléctrico que a mí me gusta tanto en un disco espontáneo, sin obligaciones más allá de crear canciones. Más simple, más sencillo si se quiere, pero igual de efectivo. Porque al fin y al cabo hablamos de una de las figuras capitales de la música ¿no?
Olvidaos de la «historia oficial del rock». Hay mucho donde buscar en una discografía de casi cuarenta álbumes, no sólo los títulos repetidos una y mil veces. Y desde luego hay mucho más que un cantautor de guitarra acústica con letras comprometidas, una etapa que duró, vaya, sólo dos discos…