Kristonfest 2017.
Madrid – Sala Riviera. Sábado 6 de mayo de 2017.
Promotor: Noise on Tour.

Texto y fotos: Rafa Diablorock.


La edición 2017 del Kristonfest se celebraba en Madrid por vez primera. Tras cinco ediciones en Bilbao, y con el mismo buen gusto en cuanto a la elaboración del cartel, el mimado festival de la promotora Noise on Tour se mudaba a la Sala Riviera con la intención de que un mayor número de espectadores pudieran disfrutar de los seis interesantes artistas que, bajo el ya conocido buen criterio del festival, nos ofrecerían 9 horas de música en directo en una sola jornada, y en la que la tónica general terminó siendo la excelencia.


Tal y como resultó tras haberse sometido a consulta, y en medida de lo que las bandas así lo permitieron, el orden definitivo de artistas hizo que Wolf People fuesen los primeros del día en tocar. Liderados por Jack Sharp, los británicos ofrecieron un señor conciertazo poniendo el nivel altísimo desde el arranque del festival. Toda una sorpresa descubrir que la banda en directo es una auténtica delicia, con una calidad instrumental excepcional y un seductor brillo psicodélico, pese a la imagen poco carismática de los cuatro de Bedfordshire. La banda disfrutó de un sonido pulcro en el que todos los instrumentos brillaron formidablemente, y la formación, tocando siempre en semicirculo, defendió sus creaciones con una precisión milimétrica. Pese a que vocalmente Sharp no es un portento, la banda destaca en el resto de apartados, de un modo efectivo en lo que respecta a la base rítmica, y de un modo singular en cuanto al llamativo aporte de las dos guitarras y sus variopintos efectos, con unos Joe Hollick y Jack Sharp intachables en cuanto a detalles solistas en todos y cada uno de los temas. Una final Kingfisher, en la que ambos guitarristas nos hicieron volar de nuevo en un solo de guitarra simultáneo, cerró una rotunda actuación de una banda elegante que tiñó la sala de caleidoscópicos colores.

Cambio de registro total para recibir a Bongzilla, sumergidos en una espesa niebla verde durante todo el concierto. Con más pinta de mecánicos que cualquier mecánico que yo haya conocido, los cuatro rednecks de Madison comenzaron su actuación compartiendo un nutrido canuto de marihuana que Muleboy se hipó casi enterito, pero eso sí, desde el orificio nasal. La sutil y elegante ejecución de la primera banda contrastó enormemente con la basta, tosca, sucia y extrema pesadez de los americanos, a quienes les basta sostener mínimamente el monocorde zumbido resultante del rasgueo en su cuerda más gorda, pasado por sus cascados amplis, para sentirse cómodos sobre el escenario. Un concierto no apto para todos los públicos que muchos supimos disfrutar, aunque reconozco que en ocasiones la sensación de que te hundes en ese lodazal se hace casi insostenible. Quizá la banda se pasa de frenada con esas peculiares jams en las que el único que parece sobrio sobre el escenario es el batería, Mike «Magma» Henry, un auténtico animal cortando los singulares compases de la banda. Un reto a los asistentes más despistados, un deleite para sus incondicionales.

Crippled Black Phoenix, otra banda de auténtico culto que por fin podíamos ver por aquí. Orquesta de musicazos comandada por Justin Greaves. La superbanda, pese a venir dentro del cartel de un festival y no ser cabeza del mismo, contaría con todo el tiempo necesario para ofrecer el concierto completo habitual de sus giras. De nuevo encontramos un gran sonido para un recital por todo lo alto, en el que siete grandes músicos, seis de ellos con micro abierto para añadir su voz, se vaciaron para dar lo mejor de sí. Solo una apática Belinda Kordic como vocalista invitada (pareja de Justin Greaves y compañera en Se Delan) aparecía y desaparecía del escenario de manera intermitente con actitud anticarismática y aspecto de estar castigada. Un show impecable, con altibajos, eso sí, en cuanto a la intensidad e idoneidad de los temas interpretados. Lo que parecía un desgraciado percance con el ampli de Greaves se tornó en la chispa mágica que encendió un hilo conductor entre la banda y el público, provocando una gran ovación al ser resuelto el problema. Tras este incidente el concierto fue in crescendo, con una arrolladora y metálica We Forgotten Who We Are con todos los mástiles arriba y, sobre todo, una Burnt Reynolds a modo de cierre, con Greaves nadando sobre los espectadores y todo el público cantando al unísono. Una actuación inolvidable e irrepetible.

Tocaba el turno de David Eugene Edwards, que en 2017 es lo mismo que decir Wovenhand. Un artista único al que personalmente siempre he respetado enormemente, y del que esperaba recibir un directo impar, algo que no conseguí. En absoluto puedo decir que saliese decepcionado, pero estuve ante un concierto mucho más convencional de lo que esperaba. En realidad ese convencionalismo viene de la banda que lo acompaña, que habla en un lenguaje mucho más cercano a lo que estoy acostumbrado que el que manejaba Edwards en sus otros proyectos, con otra instrumentación y actitud menos metálica. Encontré un David Eugene Edwards muy eléctrico, en todos los sentidos (impagable ver desde el foso su movimiento y temblor de tobillos, así como sus ojos vueltos entrando en trance), ayudado de una banda que aunque no acapara miradas hacía todo el ruido que podía, resultando en ocasiones una verdadera banda de post-metal al uso. Con mandolina en mano llegaron los mejores momentos del concierto, aunque he de reconocer que todo el recorrido de la actuación se me hizo muy similar, sorprendiendome especialmente los muchos pasajes en los que me ví bailando, cegado por la extraña hipnosis que emanaba de la música. ¿Bailar en un concierto de Wovenhand? nunca lo hubiese creído, ni tampoco el no encontrar ese tono místico del que tanto me habían hablado, quizá porque el efecto artificial de la voz, y su volumen raspado, pasaron factura. Un público ruidoso, manteniendo un murmullo incesante también deslució el clima de la actuación, en la que, aunque eché de menos ese vínculo especial que esperaba encontrar con el artista, Wovenhand estuvieron a un nivel sobresaliente.


Con una camisa negra abotonada, tupé engominado y barba perfilada John García puso la sala patas arriba con tan solo dejarse ver al pisar el escenario de la sala Riviera con sus Air Jordan blancas. Ya lo sabíamos, García es un tipo normal con un trabajo extraordinario, y bien claro que lo dejó. Eso, y que tiene una clase descomunal. Dice Ozzy que un buen guitarrista es el que cuando lo ves tocar te dan ganas de ser guitarrista, pues John García es un cantante que cuando lo ves te dan ganas de ser guitarrista, cantante o roadie, pero te dan ganas de tener riffs polvorientos de guitarra sonando cerca tuya de por vida. Un conciertazo enorme en el que en cuanto a respuesta del público parecía un concierto de Kyuss con descansos, pero que, aunque el cliente siempre tiene razón, para mí fue colosal de cabo a rabo. Un concierto del que disfruté por igual tanto en el locurón generalizado de One Inch Man, El Rodeo, o cualquier mazazo de Kyuss (en las que el efecto karaoke del público apenas dejaba oír al cantante), como con las sugerentes y novedosas 5000 Miles o Kylie de su recién estrenada etapa en solitario. Respecto a la versión eléctrica de Kylie hubo también diferentes opiniones, ya que muchos no la supieron disfrutar sin ese tono apagado que encontramos en su versión simplificada de estudio. Un tipo carismático y talentoso sin lugar a dudas, que se encendió un par de pitillos al final de la actuación, sabiéndose ganador, sacandose el pinganillo del oído y dejándose llevar con sus chulescas sacudidas de pie de micro. Una Whitewater prolongada, en la que el público se terminó atizando alegremente, puso el broche de oro final a un conciertazo que fue honesto con la nueva carrera del músico y al gusto de lo más nostálgicos.

Ya teníamos los pies hinchados, los oídos pitando, los ojos borrosos y la risa tonta, y en esas estábamos cuando Greenleaf venían a cerrar el Kristonfest. No importaba el cansancio porque el orondo Tommi Holappa echaba toda la carne en el asador, y carne tiene de sobra. El guitarrista se lo pasa bomba tocando, y el resto de la banda, aunque cansada y algo tocada de salud, hizo todo lo posible para defender con arrestos su último disco, y bien que lo consiguió. No son horas, decían algunos, pero ese stoner enriquecido con hard rock más convencional, y ese timbre agudo y limpio en la voz de Arvid Jonsson nos llevaban en volandas a quemar los últimos cartuchos. Un final en el que volvimos a encontrar una banda volcada, con ganas de gustar, delante de un público entregado y con ganas de pasarlo bien pese al cansancio. Un festival en el que todo salió de la mejor manera, y que esperemos nos siga dando estas alegrías muchos más años.