Por Manuel L. Sacristán, Lluis Puebla Matgés y Rafa Diablorock.
“Fue el comienzo del fin del negocio de la música tal como yo lo había conocido”, decía Slash. De los años dorados hemos hablado mucho, y seguimos instalados en aquellos discos. Pero qué pasó cuando el castillo de arena se lo llevó el agua. Qué pasó después de “Smells like teen spirit”. Qué hizo la MTV que ya no les daba cancha. Manuel L. Sacristán , Lluis Puebla Matgés y Rafa Diablorock siguen mostrándonos en esta segunda entrega de «Los años oscuros del hard rock» una serie de discos paridos en un periodo concreto, en un punto perdido en el espacio y el tiempo, que nos ayudarán a encontrar las respuestas.
SLASH’S SNAKEPIT: AIN’T LIFE GRAND (2000)
Ah, el segundo disco de Slash, cuántas veces ha sido reivindicado por los fans del hombre de la chistera y el marcapasos, y qué poco reconocimiento recibió. En comparación con Contraband (2004), el primer disco del proyecto Velvet Revolver, este disco apenas sí vendió. De hecho el propio Slash pasa por encima del disco en su autobiografía, en parte porque su memoria le traiciona a veces, y le cuesta recordar cosas de las grabaciones de algunas de sus obras. No es un disco mayúsculo este, pero sí es uno poderosamente bueno, y muy angelino, por lo demás. El sonido del álbum, producido por Jack Douglas (productor de los Aerosmith clásicos) no es muy novedoso, pero resulta contemporáneo y en especial si lo comparamos con el anterior, It’s five o’clock somewhere, grabado en 1995 y que, aunque notable, parecía obsoleto desde el mismo día que llegó a las tiendas. Era, como decía el pequeño cabroncete de Axl Rose, “el mismo blues rock de siempre que Slash había estado tocando toda su vida”. Ain’t life grand es harina de otro costal. No hay más que desempaquetarlo con “Been there lately”, una oda a la desidia de las que tanto gusta facturar Slash (“Well I’m lazy now-the summer crazy farm is all I own with… My motor, my thrills, I needed my space / My prison, my drugs, let’s go to my place”) para darse cuenta de que todo sonaba más rotundo, más potente, más hardrockero que en su anterior trabajo. Sin desmerecer aquel disco, ni a su cantante, Eric Dover, es verdad que Rod Jackson le da un punto negro y peligroso que el más impecable Dover no presentaba. Slash siempre ha tendido a los cantantes de timbre agudo, y sin embargo este Jackson (a quien Slash tildaba, en uno de sus habituales ejercicios de ironía, de “excesivamente yonqui”) le aportaba un toque de grano, de color, de impulso a lo Lenny Kravitz que hacía que las canciones sonasen mejor. “Mean Bone”, “Just like anything”, “Serial Killer”, la canción que titulaba el disco o “The Alien” eran música de otro tiempo, con construcciones y solos de otro tiempo, acaso lo más poderoso que ha hecho Slash en solitario. Y acompañado de Ryan Roxie, un guitarrista que no hubiese desentonado en Guns N’ Roses en el lugar que dejó Izzy Stradlin, y que de hecho ha cubierto las espaldas de Alice Cooper durante más de una década. Alguien con el toque y la pinta adecuada. Slash sabía lo que hacía, pero ni la compañía (Koch International Records) ni el mundo sabían muy bien qué hacer con él, hasta que el hombre de la chistera, el marcapasos, el paquete de Marlboro y la botella de Jack Daniel’s decidió volver a reinar con otro cantante famoso, egocéntrico y extremo, pero que esta vez no era pelirrojo.
THE HANGMEN: METALLIC I.O.U. (2000)
No son típicamente angelinos, de hecho ni siquiera son de Los Ángeles, pero se juntaron por primera vez allí, y además en 1987: marchamo de gloria. Bryan Small es su alma, y The Hangmen eran suficientemente ardientes como para tocar al lado de bandas de metal, aunque su actitud y su obstinación fuesen claramente punk, punk de raíces, como Mike Ness. Encajaban mejor con iconos legendarios como The Gun Club, y en su sonido clásico estaban los Rolling Stones y AC/DC además del encanto de Johnny Thunders & The Heartbreakers. Este disco es todo lo que se le puede pedir a un disco de rock: crudo, directo, melódico, y por añadidura poco conocido. No es angelino, pero ellos son Los Ángeles; al menos, una buena parte. La de los callejones y las cloacas. “Downtown”, “Broke, drunk & Stoned”, “Bent”… ¿hace falta decir algo más? Si no lo conoces, búscalo ya. Si es de los tuyos, no tardes en recuperarlo. El mundo lo necesita.
MÖTLEY CRÜE: NEW TATTOO (2000)
El retorno de Mötley Crüe con New Tattoo sucedió en el momento menos oportuno. Tras el disco homónimo con John Corabi, se habían adaptado a los tiempos de mala manera con Generation Swine (1997), y New Tattoo supuso el regreso al sonido glam que les proporcionó el éxito en los 80. Con Randy Castillo reemplazando a Tommy Lee, no había ni uno solo de los ingredientes que convirtieron su fórmula en mágica que no fuese replicado aquí. Sin embargo, ni la compañía discográfica ni la industria en general deseaban un retorno de Mötley Crüe. Era el comienzo de los años nada, la década de los gatitos saltarines en youtube. Nadie echaba de menos el peligro y el sonido afilado de esta pandilla de crápulas. ¿Nadie? ¡No! ¿Y qué pasa con el poblado de los galos irreductibles e inconquistables? Pues ahí estábamos, ávidos de un retorno de estas características. Disco potente, producido con una crudeza imponente; definitivamente «Hell on High Heels», «Treat Me Like the Dog I Am», «Dragstrip Superstar», «White Punks on Dope», “New tattoo”, “Punched in the teeth by love”, “Hollywood ending” o “She needs rock & roll” era la clase de mierda por la que estábamos salivando. No le importó a nadie, su debut en el Billboard no ascendió del nº 41, Castillo enfermó justo antes de la gira promocional y el disco pasó sin pena ni gloria, mereciendo un destino infinitamente mejor. Con el tiempo, es probablemente el disco de los Crüe (junto al primero) al que más recurro, ya que quizás la pureza de la banda no la veo representada en otros trabajos como en este. A fin de cuentas, eran ratas de cloaca cuya esencia descansa mejor en el infortunio que en la gloria.
UNION: THE BLUE ROOM (2000)
Union fue una superbanda formada en 1997 por los cadáveres que grandes bandas como Kiss oMötley Crüe iban dejando a finales de los 90. Ilustres desertores como el genial vocalista y guitarrista John Corabi (ex-Mötley Crüe y actualmente en The Dead Daisies), el guitarrista Bruce Kulick (ex-Kiss), el bajista James Hunting (David Lee Roth y Eddie Money), y el baterista Brent Fitz (Slash). Union lanzaron dos discos de estudio y uno en vivo. Si el disco homónimo, lanzado al mercado en 1998, los llevó por pequeñas salas de Estados Unidos, el nuevo milenio trajo consigo este segundo trabajo producido por Bob Marlette y el propio Corabi. Pese a la condición de superbanda hablamos de un proyecto en el que encontramos principalmente la impronta creativa de Crap (John Corabi), y su cálida y reposada manera de entender el hard rock, permeable a ciertos sonidos de la época pero con la mirada del tigre, aunque nunca tolerado cuando estuvo en Mötley Crüe. Desde el corto alcance de Spitfire Records se intentó llamar la atención sobre la banda con dos singles,»Do Your Own Thing» y «Who Do You Think You Are», que podrían haber sido elegidas al azar dentro de un gran disco de cabo a rabo. La formación estuvo de nuevo en la carretera defendiendo sus creaciones, esta vez por Europa, Australia y sudamérica, hasta que cansados de que no se les hiciera caso lo dejaron. Un segundo trabajo magnífico, reválida del gran nivel que la banda mostró en su notable debut, y que igualmente pasó sin pena ni gloria. Una delicia para los que, ajenos a modas y tendencias, seguimos los pasos de nuestros músicos preferidos, molestándonos en descubrir sus influencias, profundizar en sus conexiones, y viajar al lugar donde el músico nos quiera llevar, en este caso un disco que podría tomarse como perfecto vórtice temporal espacio-tiempo de lo que trata este artículo.
BETTY BLOWTORCH: ARE YOU MAN ENOUGH (2001)
Betty Blowtorch fueron la segunda banda de hard rock femenina más popular en California a comienzos del nuevo siglo. Aunque se habían formado en 1988, su debut no tendría lugar hasta el año 2001. Este Are You Man Enough? les valió una gira conjunta con Nashville Pussy, durante la cual Jennifer Finch de L7 les echó un cable cuando se quedaron sin dos de sus miembros. Sin embargo, la mala suerte se cebó con ellas cuando, en diciembre de 2001, la líder de la banda Bianca Butthole fallecía en un accidente de coche en Nueva Orleans. Eran más puramente hard rock que las otras bandas femeninas de su generación, menos pop, más directas y potentes. El disco está repleto de momentos furiosos, y más que reivindicable, es absolutamente conmovedor. Tenían mucha fuerza y llevaban pañuelos en la cabeza, demonios, se creían el rollo y lo interpretaban a la perfección, incluso con un punto de sentido del humor guarro que resultaba hasta vigente. Porque mientras repaso estos discos, no puedo evitar pensar que el hard rock ochentero había tocado techo con Appetite for destruction, y que el derribo nihilista que se produjo a comienzos de los 90 obligaba a una revisión del género. Con los años, uno tiende a pensar que el único camino de revitalizar la escena de rock duro era aportándole de elementos que eran desconocidos en la era de la laca. Menos machos y más hembras soltando palabrotas a destajo me parecía un gran comienzo.
LOADED: DARK DAYS (2001)
Tampoco le importaba a nadie lo que hubiese sido del bueno de Duff McKagan a finales de los 90. Lo cierto es que, tras el fiasco de Geffen con Beautiful Disease, en el año 2000 Duff comenzó a regrabar algunas de aquellas canciones («Seattlehead», «Then and Now» y «Superman»), junto a otras nuevas en su Seattle natal. El batería de New American Shame Geoff Reading y Dave Dederer de The Presidents of the United States of America le ayudaron a redondear un proyecto bastante personal, tanto que de alguna manera lo alejaba de su imagen de bajista icónico de la era dorada del hard rock, el borrachín adorable, y lo centraba como un compositor competente, más independiente de lo esperado. Porque si en Believe in me Duff nos había enseñado todas sus facetas como compositor en un álbum tan deslavazado como emocionante, este Dark Days daba un paso más allá, en cuanto a estructuras, texturas y sabor general. Había temas potentes, balazos punk de tres minutos, golpes en la cabeza muy serios, pero también canciones más ambientales (“King of downtown”), y en general grunge y rock alternativo que exigían escuchas repetidas (“Misery”, “Criminal”, Wrap my arms”, “Queen Jonasophina”) para apreciar todas sus aristas. Un disco sorprendente que ha envejecido estupendamente, variado y versátil, imprescindible para acabar de entender todo el catálogo musical que domina este músico fantástico.
BEAUTIFUL CREATURES: BEAUTIFUL CREATURES (2001)
Posiblemente estemos ante el disco que mejor plasma lo que muchas bandas intentaron. Es decir, querían sonar modernos, ficharon un productor moderno (Sean Beavan, NIN y Marilyn Manson) y seguían sonando sleazy. El álbum lo consigue, y la opera prima del nuevo proyecto de Joe Lesté, voceras de Bang Tango, pasa por ser un pepinazo de hard rock actualizado, y la presentación en sociedad de alguien que se encargaría años más tarde de torturarnos en la peor formación que jamás haya acompañado a Axl Rose. Sí, DJ Ashba se hace cargo de las guitarras de este disco, y muy pocos peros se le pueden poner a trallazos como “Wasted”, “Ride” o “1 AM”; incluso incluyen medios tiempos sin sonar demodés como la cojonuda “New Orleans”. Si alguien me preguntase como debería haber sido el hard rock en LA al cambiar de siglo, le remitiría a este disco sin pensármelo. Obviamente, no se comió una mierda, pero el concepto lo bordaron.
THE CULT: BEYOND GOOD AND EVIL (2001)
Pepinazo. Beyond Good and Evil es solamente el séptimo álbum de estudio de The Cult, pero marcó su retorno tras un primer descanso de casi cuatro años, y viene cerca de siete años después de su disco homónimo. Con ellos no tiene mucho sentido hablar de números, porque tras Sonic Temple los números han sido muy injustos con su nivel, y en este caso sólo se editó un sencillo, «Rise». El álbum también marca el regreso de Matt Sorum como batería, y pese a que Sorum estuvo en la banda en la gira de Sonic Temple en 1989 y 1990, era el primer disco de estudio que grababa con ellos. Pero vamos al turrón: lo que aquí se nos presenta es un disco potentísimo, sin baladas (“Nico” es un himno de los clásicos suyos, pero no una balada), con un cancionero pleno de metralla y respeto a su legado, cubierto de mil capas que extrañamente no suenan demasiado comprimidas, como en otros discos de la época (y estoy hablando de ti, Contraband). “Rise”, Take the power”, “American Gothic”, “My bridges burn”… por nombrar algunas. Un disco sin tacha, sin relleno, inmaculado, un ejemplo perfecto de la capacidad de Ian Astbury de absorber influencias y sonidos de la época y trasplantarlos a la banda sin manchar su esencia. Más allá del bien y del mal, The Cult para siempre.
BACKYARD BABIES: MAKING ENEMIES IS GOOD (2001)
Un disco que el tiempo ha ayudado a vilipendiar. Si bien no está a la altura de su predecesor, Total 13, es claramente un reflejo de su tiempo y de la evolución de sus creadores, Nicke Borg y Dregen, que durante quince minutos se creyeron estrellas de la época dorada del hard rock. Aunque seguían teniendo un sonido y unas canciones espectaculares, habían bajado el pistón de forma considerable. Más pesados, menos rápidos, diferentes a cuanto explotaron en 1998. Había menos de Social Distortion y más de Los Ángeles aquí, tanto en los homenajes claros a Guns N’ Roses (“Payback”, “My demonic side”, “Heaven 2.9” con el silbato) como en las canciones más Ramonianas, tipo el single “Brand new hate”, cuya autoría incluía a Ginger de The Wildhearts. También incluían dos medios tiempos, uno compuesto a medias con Tyla de Dogs D’Amour (“Painkiller”). Pero al final, era pinchar el inicio demoledor con “I love to roll” o “The kids are right”, y darte cuenta de que estos suecos habían nacido para pertenecer a otra era, la de los tintes y las hombreras. El disco estaba más estudiado, desde la portada al sonido, y era disparatado en su contenido y en sus referencias. Habían conseguido que la compañía les pagase un viaje a Los Ángeles “para inspirarse y componer”, y lo único que hicieron fue beber bourbon y esnifar cocaína, y volvieron sólo con un tema (“Heaven 2.9”, casualmente). Estaban demasiado a gusto en su propia piel; el problema era que su elemento no era la escena que reinaba en 2001, sino la que se había cocido al otro lado del océano en 1988. Ahí hubiesen encajado mejor. Desde entonces no han dado un paso correcto, facturando discos cada vez más mediocres y amanerados, como si se hubiesen quedado en el pelo teñido y los ventiladores que les rodeaban en los conciertos de la gira de Making enemies is good. Como dijo el gran Rosendo cuando Robe Iniesta se salió del tiesto con aquel directo titulado “Iros todos a tomar por culo”, “me preocupa un poco el título de su último disco”. Resultó que Backyard Babies estaban haciendo enemigos en el lugar equivocado.
Ver “Los años oscuros del hard rock. Vol. 1 (1999)” aquí
Ver “Los años oscuros del hard rock. Vol. 3 (2002-2006)” :aquí