THE CULT
Azkena Rock Festival –  24 de junio de 2017.
Fotos: Rafa Diablorock.

Texto:  Manuel L. Sacristán


A veces no es fácil escribir la crónica de un concierto. En ocasiones, la reseña se convierte en una especie de ajuste de cuentas con la propia historia del rock, con tu pasado, un cruce de fuego entre las expectativas y los anhelos, una crónica de guerra de sensaciones que resulta casi imposible traducir en palabras. Así fue el concierto de The Cult en la pasada noche del 24 de junio en Mendizabala.


En el marco de un festival de esas características, con un legado tan poderoso, tantas ediciones y tantos enormes artistas que han pisado ese ya sagrado recinto, la idea de ver a los Cult cerrar el festival me resultaba, en principio, algo incómoda. Fui de los que se quejó de la hora (2 de la madrugada) en la que iban a tocar, sin saber que, al terminar su concierto, hubiese sido imposible continuar el festival tras una descarga de semejante proporción.

Porque The Cult, la otra noche, definieron lo que es llegar, ver y vencer, y lo hicieron durante una hora y cuarto donde las emociones se dispararon, los muertos revivieron, se reconciliaron los hermanos y los viejos amigos se abrazaron, repletos de júbilo, inundados en sudor, llenos de ROCK. La vida y la muerte en un instante, inolvidable, donde las luces se apagaron y las figuras de esta pareja inolvidable y su formidable (auténticamente demoledora) banda aparecieron para comenzar un show brutal, preciso, dinámico, que devendría en la noche que a unos cuantos nos va a costar olvidar, y que me temo la historia no colocará, como a la propia banda, en el lugar que realmente les corresponde. Como he dicho mil veces, como una de las marcas de su legado reza: más allá del bien y del mal.

Fue comenzar “Wild Flower” y volvernos todos locos. No hay otra manera de expresarlo, no se puede maquillar ni corregir ni adulterar la crónica de una noche inolvidable con alguna clase de rigor informativo que no se impregne de exabruptos, calificativos grandilocuentes y una memoria desatada. Billy Duffy repartió una lección de rock la otra noche, con una guitarra que, de nuevo, los manuales de rock creo que no valoran suficientemente. Porque Duffy tiene, más que un sonido, una capacidad mutante de imprimir su sello en las canciones de la banda, pasando del hacha hardrockera al arpegio gótico, el riff legendario, detalles minimalistas, rock de todas las eras o de una concreta, rock alternativo, rock de estadio, nueva ola, metal, y absolutamente cada nota expresa su personalidad como músico. Nadie suena como Billy Duffy, y The Cult llevan toda la vida en un estado de forma en estudio prácticamente impecable, haciendo de cada disco un evento, de cada lanzamiento una celebración. Y no es que apreciásemos, es que vitoreamos, coreamos, y saltamos al son de toda esa paleta de riffs, texturas, solos, y arreglos que cruzan nuestras mentes, definen nuestro pasado, nos elevan y nos conmueven como pocas bandas han sido capaces de hacer.

Y a todo esto, también estaba Ian Astbury ahí.

LA ESPINA SALVAJE.

Hace poco más de veinte días, me quité la espina (por fin) con Guns N’ Roses. Su concierto en el Vicente Calderón del 4 de junio fue el definitivo para mi, aquel que por fin logró emocionarme hasta extremos incompresibles, un show que me congració definitivamente con la banda de mi vida. Y me saqué cada una de las espinas con dolor.

Pero es que resulta que The Cult están por ahí, muy cerca, para mí. Muy cerca de la cima. Y resulta que la vez anterior que les vi, en la Riviera hace diez años (30/06/2007), resultó ser una ligera decepción. Principalmente, por un Ian Astbury físicamente impecable pero algo distante, como ausente.

Y si The Cult nos subliman gracias a la guitarra de Billy Duffy, no es menos cierto que también son lo que son porque Ian Astbury es quien es. Pero la verdadera dimensión de Astbury, la imagen y el sonido perfectos e inolvidables de Ian Astbury, los pude degustar (POR FIN) el otro día. Ian es una persona compleja, atormentada, directa, un tipo disperso que necesita cambiar, mutar, me imagino que porque la propia existencia le genera un vacío terrible, repleto de duda, cruces de caminos, una compleja existencia, y retales de un turbio pasado. Eso por fuerza debe afectar a su persona en directo. Pero Ian es, por encima de todas las cosas, de verdad. Ian Astbury es la figura más real y auténtica que yo he conocido en el mundo del rock, heredero de nadie (aunque calce como dios otros zapatos, ya sabéis cuáles), y la otra noche, líder de todos.

Y mientras presenciaba extasiado su figura, llegó “Rain”, la canción de tantos. Sonó heroica, memorable, legendaria, como es. Sonó mejor incluso de lo que es. “Dark Energy” fue la primera muestra de que su último disco no engaña a nadie: no es sólo que estén en forma, es que son más necesarios que nunca. Y cuando nos sorprendieron (por lo temprano) con una ABSOLUTAMENTE PARANORMAL rendición de “Peace Dog”, mi favorita de ellos… qué decir. Me abracé y coreé la canción con un recién conocido, Jack Takes Two Rides In The Box (no me preguntéis cómo ni por qué, suceden cosas en estos tiempos en que reinan The Cult y David Lynch, en pleno 2017, con guerras por todas partes, fuego e ira desatados, y qué coño hacemos nosotros), que también la tiene como favorita. Y ese momento en que dos extraños se abrazan y corean y se chillan el uno al otro “PEACE!!!!!!!!! DOG!!!!!!!!!! PEACE!!!!!!!!!!!! DOG!!!!!!!!!!” creo que define el éxtasis, la comunión definitiva entre banda y público, ese momento de confort de dos extraños guiados por una especie de mago, de chamán, de FRONTMAN DEFINITIVO DE LA HISTORIA DEL ROCK.

“Honey from a Knife”, de su penúltimo disco y también cojonudo Choice of Weapon, fue de nuevo celebrada, con la cadencia machacona y criminal que la preside. Me encontraba totalmente poseído. El sonido era brutal, la descarga era magnética, jamás había oído una banda sonar de forma tan apabullante. “Sweet Soul Sister”, conmovedora, épica, con Ian reinando, alzando los brazos, en perpetuo estado de gracia, fue otro de los puntos álgidos en una noche donde es casi imposible destacar un momentos sobre otro. Astbury escupe al micro golpes de purgatorio, violentos escupitajos con precisión rítmica, sibilina, que empujan a elevarse. Plenos de potencia, cada uno de esos espasmos guturales encajan a la perfección con los golpes de la tremebunda batería de John Tempesta, soberbio toda la noche. Cada palo en su sitio, y “She sells sanctuary” llegando, sonando a gloria divina, como un enorme altar de rock, decorado con vivencias, emociones disparatadas, recuerdos de tugurios, bajas pasiones y noches que se acabaron demasiado temprano. The Cult están en un estado de forma absolutamente demoledor, pero es que además la otra noche nos redefinieron. 

“Deeply ordered chaos” y “Phoenix” no bajaron las revoluciones, si acaso nos centraron más en la senda críptica de Astbury, que se movía espontáneamente, se agachaba, se agarraba al micro como si fuese su salvación en la tierra, echándose hacia atrás y hacia delante, con una estética inolvidable, embutido en negro, chupa de cuero, gafas de sol, ese pelo magnífico, ese estado de forma envidiable. No podía parar de mirarle, y cuando eso pasa delante de un frontman, o estás delante de Elvis, Iggy Pop, Axl Rose o Jim Morrison, algunos en gloria estén, o estás frente al puto Ian Astbury.

Y claro, el puto Ian Astbury te come vivo con “Lil Devil”, con Duffy en plan amo y señor de la noche, ¡cómo debe pesar esa guitarra!, brazos al viento, norte muy perdido, caras de incredulidad, de felicidad completa, de victoria consumada. De espina sacada a martillazos, sin anestesia, puño en alto y directamente por la tráquea, para agarrarte las tripas y no soltarte jamás. Cada vez que te acuerdes de ese concierto, dibujarás la sonrisa del ganador. Yo estuve allí, lo vi. Vi al “GOAT”. No desmerecen las nuevas canciones, en absoluto, frente al material anterior. Ni un respiro en el abrazo de la gloria.

Llega “Fire Woman”, el himno definitivo de esa obra mayúscula de la historia de la música rock llamada Sonic Temple. No tengo la más remota idea de si ese disco puede no gustar a alguien, y realmente me da igual. Portada icónica, contenido devastador. Ese single resume una era del rock, junto a algunas piezas de Appetite For Destruction, pero ese single en concreto creo que resume a la perfección lo que fue la explosión hard rockera de finales de los 80. Algo que está fabricado para disfrutarse sin mesura. Porque “Fire Woman” es la definición de himno del rock, la concreción de una forma de hacer música, de la pegada, del estribillo estirado hasta dejarte conducir por el impulso más animal. Una representación (otra más) perfecta de lo vivido la otra noche. Y al acabar, oigo a mi amigo Lluis (que se jodan los convencionalismos y las crónicas adulteradas, para ti es esta crónica amigo) “AHORA NOS VAN A TOCAR UN LOVE REMOVAL MACHINE QUE NOS VAMOS A CAGAR”.

Y, básicamente, salvo el estertor final, sí, joder, fue un cierre acojonante.

Al final, celebraciones, abrazos, la enhorabuena de la chica del sombrero cordobés, porque aquello había sido una faena inolvidable. Y lo que es más, fue una faena memorable de una banda que ha tenido altibajos en directo, que todos hemos visto alguna vez dar algún concierto raro, disperso, frío.

Lo del otro día me lo quedo para toda la vida. Como el paseo de después con otro amigo, con el que fui al festival, arrastrando las piernas, demolidos los dos. Y hablando de la faena que acabábamos de presenciar, hablando de The Cult, de la felicidad de haber consumado, sacado espinas, reído, saltado, rememorado, como sólo sucede en las noches más grandes de rock.



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