Livewire Records.
Crítica por David Mat.


Kory Clarke debería ser considerado (y es), como uno de las más grandes estrellas del rock de todos los tiempos, junto con Bon Scott, Axl Rose y Michael Monroe.
-Lars Ulrich.

Tal vez, el viejo Lars exagere un poco, pero lo que es cierto es que a Kory Clarke se le puede acusar de cualquier cosa, menos de vago. Compagina sin problemas su labor de frontman en Warrior Soul con su carrera en solitario, y tiene tiempo de dedicarse a la pintura, su otra pasión, exponiendo en galerías a ambos lados del Atlántico. Tal vez por este motivo, Kory ha tardado cinco años en sacar un disco de estudio con Warrior Soul desde aquel Stiff Middle Finger de 2012, que seguía fielmente la línea que marcó desde su debut consistente en toneladas de crítica socio-política arrastradas por un huracán de hard rock con ramalazos punkoides.

Back On The Lash es el título que Kory ha escogido para este nuevo trabajo con Warrior Soul, y no podía ser más apropiado. Efectivamente, nuestro hombre vuelve con sus habituales ganas de azotar mentes con sus letras y su música, esta vez más afilada y directa. Y es que un disco que empieza afirmando «fuck you, I’m the American Idol» y acaba lamentando «can’t save rock’n’roll» merece necesariamente que se le preste la atención debida.

En el álbum, encontramos un sonido cercano a AC/DC o Zodiac Mindwarp en temas como I Get Fucked Up y Back On The Lash, poseedoras ambas de riffs perfectamente engrasados y responsables de que no podamos dejar de mover el pie. Goin’ Broke Gettin’ High tiene partes en las que Kory parece poseído por el espíritu de Lemmy, y Black Out tiene el ritmo extitante de Judas Priest de finales 70’s/principios 80’s.

Back On The Lash no es Exile On Main Street, precisamente. Tampoco se acerca a la calidad del tremendo Last Decade Dead Century ni a la furia de The Space Age Playboys; tampoco Kory ha pretendido alcanzar esos estándares. Estamos ante algo rápido, directo y urgente; lo que puede conducir a la sensación de que es un disco facilón. En esencia, es rock’n’roll sudoroso de tres minutos, sin más complicaciones, con una producción cruda que acentúa la voz cazallosa y desgastada de Kory Clarke: posiblemente el último rockstar.